Nos conocimos en 1971 en la Cité Internationale des Arts, en París, donde ambos ocupábamos sendos apartamentos con nuestras esposas. Allí supe de su cálida personalidad que priorizaba lo humano sobre todo, a través de la entereza con que sobrellevó la cruel enfermedad que conduciría a la muerte a su querida esposa. Gran pianista, de dimensión internacional, nos volvimos a encontrar por ahí de 1976, cuando lo acompañé dirigiendo la Filarmónica de Buenos Aires en el Concierto N° 3 de Ludwig van Beethoven en el Teatro Colón, en una interpretación que cosechó los aplausos del público y los elogios de la crítica especializada. Su técnica era impecable y su interpretación traducía magistralmente el mensaje musical del Genio de Bonn. La ovación del público fue memorable.
La tercera ocasión en que nos volvimos a encontrar fue en la primera década de este siglo, cuando lo hice actuar con su conjunto en el Auditorio de la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina), en un ciclo de música de cámara. Militante convencido de los Derechos Humanos, sufrió prisión y tortura en Uruguay, siendo liberado gracias a un movimiento internacional liderado por artistas como Yehudi Menuhin y Nadia Boulanger y el decisivo apoyo de la Unesco, tras lo cual se convirtió en un ícono de los Derechos Humanos, fundando “Música Esperanza”, con un motor como la música en pro de la elevación sociocultural de las capas más deprimidas de la sociedad. Recibió múltiples reconocimientos como Caballero de la Legión de Honor de Francia y el doctorado Honoris Causa y otros honores de diversas instituciones universitarias, además de embajador argentino ante la Unesco, pero nunca “se subió al caballo” y siempre conservó su bonhomía, sencillez y calidez humana, que lo distinguían. Era habitual verlo mateando con amigos o familiares en los entreactos de sus conciertos. Hombre íntegro, gran artista y fiel defensor de sus convicciones.